martes, 31 de marzo de 2009

"Mi vida, mis lugares" Citlatli Suárez

Mi vida, mis lugares.

Citlali Suárez Pascal
25 de marzo del año 2009

Si he elegir sólo un lugar al que haya pertenecido mi infancia, un lugar que sea casi todo para mí en mis recuerdos y que pueda elegir sin dudar, he de decir que ese lugar era Oaxtepec. Nada de Acapulco, Manzanillo, Huatulco o cualquier otro espacio playistico y soleado. Nada de pueblos donde los papas de uno crecieron y a los que se regresa comúnmente en vacaciones; nada de eso, pues nací hija de padre chilango de varias generaciones de abuelos migrantes para acá y arraigado además a un pueblo originario del Distrito Federal, también nací hija de madre con familia trashumante que creció entre ciudades del país pero sobre todo colonias de la ciudad de México y que guarda su familia junto a ella.

A Oaxtepec nos los apropiamos nosotros, la familia nuestra los cinco de la casa y los primos y tías por parte de mi mamá. Casi cada periodo vacacional de la SEP estaba asegurada nuestra reserva en el centro vacacional, los preparativos se hacían con varias semanas de anticipación, quién llevaba qué era tema de las conversaciones para estar allá a los sumo y exagerándole, dos semanas. Prácticamente todos los cumpleaños de nosotros, los primos, se celebraron allá, después claro, de haber aprovechado el día y estar en el chapoteadero, la alberca olímpica, la rústica, o de ir al invernadero a ver a los patos, haber viajado en el funicular y bajado por la escalera prehispánica.

Allí crecimos y allí ya, nací yo; porque soy la menor de todos. Cuando a mí me empezaron a llevar, Oaxtepec ya era de ellos y creo que hasta con cierto derecho o creo que al menos así lo sentíamos nosotros. Mi papá era trabajador del IMSS así que siempre fuimos con descuento por reservación, yo soñaba incluso con que él pidiera su cambio para trabajar allá siendo chofer del camioncito interno del Centro, ese que siempre llevaba la puerta abierta y al que se le metía el aire caliente y el olor a bugambilia. Además, mis papas iban al pueblo de Oaxtepec en excursiones jesuíticas desde antes de que estuviera el Centro, lo que nos hacía visitantes con tradición y eso ayudaba a que lo sintiéramos aún más nuestro. De cualquier forma aún sin esto, Oaxtepec se nos metía por todo el cuerpo.

Su tamaño nos permitía viajar por él pero tampoco era inconmensurable como para no poder asirlo, recorrimos casi todos los tipos de hospedaje contemplando los diferentes escenarios: el frescor de los pasillos bordeados de bugambilias para llegar a las albercas de arriba, el calor del pavimento sobre el camino o la inclinación y lisura por tanto uso de la escalera para bajar a los prados y a la alberca de agua con olor a huevo podrido pero que olía así por el azufre que contenía, y que salia del lago donde estaban los patos.

A la seis de la tarde antes de oscurecer nos sacaban los salvavidas de las albercas y a esa hora las aves regresaban a sus casas, sus sonidos llenaban el ambiente, allí maraville a mi mamá con mi primera metáfora al nombrar a los conjuntos de pájaros como collar de aves. Sin embargo, de los sonidos, del que más guardo recuerdo es el del cuervo, hablaba siempre más fuerte cuando alguien pasaba por debajo de donde él estaba posado y luego se iba como ofendido. Cada piedra lo suficientemente grande o los árboles eran bastiones de guerra para jugar guerras de agua y las flores de diferentes tipos eran las banderas de nuestros equipos.


Mi vida transcurre en un pueblo de la Ciudad de México y tal vez una frase adecuada para describir esta situación sea decir que vivo entre el campo y la ciudad. Y no solamente por lo que implica vivir en una zona rural que está a diez minutos de Santa Fe, sino por lo que en términos paisajísticos esto implica. Por ejemplo, me muevo del campo y bajo a la ciudad pero también subo de regreso al pueblo, y a lo largo de cada viaje el escenario cambia, de más árboles y montes a más casas y carros, de avenidas colmadas de actividad y negocios interminables a paisajes menos saturados de movimiento como son los que hay en mi pueblo.

Mi pueblo se llama Santa Rosa Xochiac y está todavía en Alvaro Obregón aunque casi llegando a Cuajimalpa y colindando por su monte con los pueblos de Xalatlaco y la Marquesa en el Estado de México, Santa Rosa es el último pueblo antes de llegar al Desierto de los leones y está en una de las partes más altas de la ciudad así que desde su entrada se tiene siempre una panorámica en distintos matices y contaminaciones de la Ciudad. Si ha de haber un olor al llegar al pueblo ese es el de hierba o basura quemada y carnitas recién hechas de los puestos que allí están.

En esta temporada de febrero y marzo cuando hace aire los papalotes abundan como a las cinco de la tarde se apropian del espacio aéreo. A mí el tiempo que más me gusta es el de noviembre o finales de octubre; antes del día de muertos el ambiente huele a cempasuchitl y el aire es más frío y cortante y se siente más en el cuerpo que el común de los demás meses. El mero día primero el ambiente se empapa de aroma a tamales y cera, como también a fogones prendidos en los que no sólo se cocina sino que también calientan la espera.

Sin embargo, aunque siento a Santa Rosa ahora me doy cuenta de que he perdido crta capacidad de apropiarmela por todos los sentidos, no la vivo tan intensamente como viví Oaxtepec del cual tengo grabados sonidos, olores, colores de todas sus cosas. Ahora mismo no me entran los espacios por todo el cuerpo, no capto con la misma claridad y distinción como lo hacía de niña. No guardo a Santa Rosa en mi memoria por sus aromas. Algo ha cambiado.

Quiza sea, que ahora me angustia el espacio que vivo porque antes de sentirlo lo analizo, me angustia el cambio y la actividad humana, la actividad humana que disfruta y vive su espacio y su tiempo sin problemas y lo usa y lo marca negativamente al no procurarlo en su cuidado.

Pero ahora, la angustia absurda, absurda porque no me lleva propiamente a nada me hace disfrutar un espacio sólo por momentos antes de que me resulte frágil y vulnerable además de efímero por los proyectos humanos que lo amenazan. Y sin embargo el mundo siempre se ha estado acabando en el sentido de que está en movimiento, lo estaba ya en Oaxtepec; y crisis ecológica ya la había, de eso se habla desde hace mucho tiempo atrás, pero allí yo lo vivía y disfrutaba los espacios y eso era mucho más fructífero que pensarlos, porque así, al vivirlos, los espacios eran mios tal como eran y sin querer cambiarlos así los defendía, y tal vez será necesario que haga lo mismo ahora, que viva mi pueblo y en ese sentido lo defienda como es. Quizás sólo de esa forma me apropie de ellos de nuevo.

Citlali Suárez Pascal

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